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Reformar la Constitución en una Argentina sin consensos es imposible

  • por PERIODISTA 360
  • 15 de octubre, 2021

El asesor del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, Jorge Rachid, volvió a poner sobre el tapete una temática que suele reaparecer en los márgenes de la agenda política cada cierto tiempo: la idea de encarar una reforma de la Constitución Nacional.


Por Guillermo Chas, abogado constitucionalista y consultor.

Días atrás trascendieron unas declaraciones del médico sanitarista y asesor del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, Jorge Rachid, quien volvió a poner sobre el tapete una temática que suele reaparecer en los márgenes de la agenda política cada cierto tiempo: la idea de encarar una reforma de la Constitución Nacional.

Estas declaraciones que en reiteradas oportunidades suelen ser propiciadas por funcionarios de segunda o tercera línea, parecen tener un tinte más bien polemista, ya que su posibilidad de concretarse es lejana.

Quizás el último recuerdo trascendente de la vocación reformadora de ciertos sectores dirigenciales sea el de 2011, cuando la diputada del Frente para la Victoria Diana Conti pregonó el deseo de reformar la Constitución no en miras a perfeccionar el texto de nuestra Ley Fundamental ni tampoco con el objetivo de avanzar en la tutela de nuevos derechos y garantías, sino con un propósito mucho más mundano, básico y meramente político partidario: el de permitir la re-reelección presidencial. En ese entonces acuñó la recordada frase «Cristina eterna».

Por otra parte, si bien lo que dijo Rachid estuvo algo opacado por el exabrupto tuitero del ministro Aníbal Fernández que conmocionó a la opinión pública y acaparó gran parte de la agenda política en los últimos días, su mensaje fue claro y contundente. Después de las elecciones, dijo, avanzaremos en temas de fondo. Y entre tales temas incluyó a una nueva Corte Suprema, la nacionalización de los servicios públicos, una reforma judicial y, finalmente, una nueva constitución. La grandilocuencia de estos planteos contrastan con la viabilidad de su realización en un País donde alcanzar acuerdos interpartidarios se ha tornado utópico.

Y aunque para muestra basta un botón, nuestro repertorio de desaveniencias sería suficiente para erigir una botonería. Desde 2009, por caso, la Defensoría del Pueblo de la Nación se encuentra vacante. El nombramiento de la Defensora de los Niños, Niñas y Adolescentes demandó la friolera de 15 años. La designación del Procurador General de la Nación tampoco avanza y el cargo se encuentra en interinato desde inicios de 2018. Es recordada la polémica de la designación en comisión que precedió al acuerdo para el ingreso de Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti a la Corte Suprema de Justicia en los primeros días del gobierno de Mauricio Macri, y tras la inminente efectivización de la renuncia de Elena Highton de Nolasco al Máximo Tribunal, analistas y políticos conocedores del paño coinciden en que lo único que puede asegurarse respecto a su reemplazo es que será una mujer. La dificultad para alcanzar un acuerdo transversal también se avisora en el camino para llenar la vacante que se producirá en el cuarto piso del Palacio de Tribunales.

El hilo común que puede seguirse en todos estos ejemplos es que se trata de instancias institucionales que requieren de mayorías calificadas que deberían construirse en el seno del Poder Legislativo Nacional, pero que se vuelven quiméricas a la hora de pretender hacerlas realidad. Así las cosas, la imposibilidad de concretar los anhelos de quienes sueñan con modificar la Carta Magna luce cada vez más evidente: el Artículo 30 de nuestra Constitución Nacional prevé que la necesidad de la reforma de su texto debe ser declarada con, al menos, el voto de dos tercios de los miembros de ambas cámaras del Congreso, y luego la ciudadanía debe elegir a los convencionales encargados de llevar adelante tan sustancial y significativa labor.

Párrafo aparte merece el destrato que se le da a nuestra Ley Fundamental con estas pretenciosas declaraciones que parecen desconocer la centralidad de una Constitución en el andamiaje estructural de todo Estado de Derecho. Sobre sus espaldas reposa la República, poniendo a resguardo a las libertades y prerrogativas de los ciudadanos y fijando límites al ejercicio del poder por parte de los gobernantes. Su supremacía normativa la consagra como parámetro de validez para todas las leyes que regulan las relaciones entre el pueblo y sus representantes, y entre la ciudadanía como cuerpo social. Tal trascendencia tiene una Constitución que la Suprema Corte de los Estados Unidos, en uno de los fallos más célebres de su historia y que ha sido incansablemente citado por la jurisprudencia y doctrina argentina – Marbury v. Madison – sostuvo que la Constitución ha sido escrita para asegurar que los poderes públicos respeten los límites definidos por el pueblo soberano.

Por su preponderancia, una Constitución Nacional debe estar pensada para tener una vigencia lo más perenne posible, siendo lo suficientemente adaptable y permeable a los cambios de época y contextos sin que resulte necesario reformularla con asiduidad. Juan Bautista Alberdi, padre constituyente de nuestra Nación, la consideraba como una transacción política fundamental cuya reforma debe emanar de un profundo consenso entre las fuerzas políticas y sociales. Antonio María Hernández, constitucionalista y convencional en 1994, afirma que la política constitucional es la quintaesencia de la política arquitectónica, ya que debe basarse en amplios consensos sobre las grandes ideas, valores, objetivos y sueños de una sociedad en su más trascendente proyecto político nacional, que es, justamente, la Ley Suprema.

Dicho de otro modo, la reforma de la Constitución debe ser producto de un consenso integral que brinde una legitimidad y aceptación tal que atraviese al conjunto de la sociedad argentina. Por esta razón, se torna éticamente imposible siquiera pensar en un proceso reformador que se lleve adelante en estos tiempos de profundos desencuentros que han dado lugar a la tan conocida y lamentable grieta que divide maniqueamente a nuestra población. El texto vigente desde 1994, en la que es considerada la reforma más legítima de nuestra historia constitucional, más que ser reformado necesita ser cumplido en toda su extensión. Se trata de una Constitución que es ponderada positivamente por su contenido programático y resulta injusto pretender atribuirle a ella los males que nos aquejan. Pretender endilgar los problemas de nuestro país a un texto constitucional que es por demás sólido y solvente, es mentirnos a nosotros mismos. Debemos reconocer que las falencias no surgen de las cláusulas de nuestra Constitución sino de la poca tendencia a cumplir con ellas.

Dicen que el tiempo es un juez muy sabio, que no sentencia de inmediato, pero al final otorga la razón a quien verdaderamente la tiene. Desde esa óptica, y sin desconocer que toda creación humana y política siempre puede ser perfectible, transcurridos casi treinta años del Pacto de Olivos sobre el cual germinó el Núcleo de Coincidencias Básicas que permitió encarar una productiva reforma constitucional, podemos mirarnos en ese espejo y afirmar que, a diferencia de lo ocurrido en aquel entonces, nuestro País se encuentra hoy lejos de poder llegar a acuerdos sustanciales entre sus líderes políticos que permitan encarar una modificación seria de la Constitución que ni siquiera encuentra motivos para ser considerada necesaria.

Acuciados por problemas urgentes y contingentes, nuestra clase dirigente debe abocarse a cumplir el texto vigente y aprovechar las posibilidades que ofrece una Constitución vanguardista y moderna. Sin condiciones ni motivos que tornen prioritaria su reforma, cualquier intento apresurado de avanzar en ese sentido puede terminar convirtiéndose en una trampa irreversible que termine dinamitando uno de los productos más acabados de nuestra democracia: la Constitución misma.

www.guillermochas.com.ar

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